Todo ocurrió de repente, sin lógica ni orden, sin motivos aparentes.
Yo soy un maestro de los de siempre, con sus alumnos, su maletín y sus libros de texto. Solo hacía mi trabajo enseñando a generación tras generación sin meterme en temas políticos, religiosos o morales. Una persona sencilla.
Por eso no alcanzaba a entender por qué teníamos que huir de nuestra tierra, de nuestro hogar, de nuestras raíces. Huir dejando atrás todo lo que amábamos por una amenaza de muerte que nada tenía que ver conmigo ni con los míos. Mi cabeza no podía entender por qué nos pasaba esto. Si yo nunca hice nada.
Aún resuenan en mi cabeza los gritos despavoridos de todos los vecinos anunciando lo peor
- ¡Ya vienen! ¡Corred!
Salir corriendo, huir con lo básico, con lo imprescindible para la vida. Qué poco se necesita cuando nuestras vidas están en juego. Cuánto dejas atrás que ya no es necesario, prescindible. ¿Qué hemos hecho en nuestra vida? En un segundo valoras la vida por encima de todas las cosas.
Llevaba a mi hijo de dos años en brazo y una maleta con esas pequeñas cosas. Mi mujer me acompañaba, mantas en una bolsa, algo de comida y dinero y el peluche favorito de él. No había nada más.
Todo fue un infierno dantesco en nuestro incierto viaje, pasando frío, hambre, miedo y sobre todo impotencia de ver llorar a tu familia.
Hicimos un largo camino dejando todo atrás, deambulando por tierras desconocidas como un ejército de zombis. Tierras prósperas que vivían en paz y que nos miraban como los herederos por derecho de nuestra propia situación, indiferentes, insensibles, fríos.
La falta de empatía de aquellas personas me llamaba poderosamente la atención aquellas veces en las que el hambre y el miedo abandonaban mis pensamientos.
Mis sentimientos pasaban inevitablemente por la frustración y desapego por el ser humano. ¿Por qué no nos ayudaban? ¿Qué pasaba por sus cabezas? ¿Acaso no fueron niños, no tuvieron maestros que los concienciasen sobre la empatía, la solidaridad, la cooperación, el diálogo?
Pero cuando una persona tiene sus necesidades saciadas, difícilmente se esfuerza por entender al otro, por pensar qué sería de ellos si les sobreviniera esta situación.
Sin embargo a nosotros nos sobrevino, y hubo un tiempo muy muy cercano en los que yo vivía como ellos. ¿Qué paso? ¿Qué nos llevó a esto?
Yo nunca hice nada
Durante el viaje del terror en el mar, en la noche, en el sufrimiento, tuvimos una noche de calma en la que pudimos descansar sin temor a morir. Mientras mi hijo dormía acurrucado en los brazos de mi mujer, mi mirada se perdía en su carita de ángel y mi mente buscaba en lo más oscuro y profundo las causas de todo.
Y entonces, y solo entonces fue cuando pude dejar a un lado el odio y la frustración y mirar en mí mismo, en lo que yo hice en toda mi vida, en todo mi caminar para cambiar el mundo. Igual que ahora me pregunto el porqué de la pasividad de las personas que habitan estos países que atravieso, hubo un día en el que la pasividad también se adueño de mí. Una pasividad que ahora me reprocho y que jamás me perdonaré.
Caí en la cuenta de que yo nunca hice nada, nunca hice nada por evitarlo y había tenido el arma más poderosa que existe en mis manos para haberlo logrado: la educación.
Caí en la cuenta de que siendo maestro durante tantos años, teniendo el poder de cambiar las mentes de los niños y hacerlos futuras personas solidarias, empáticas, abiertas de mente y de espíritu, humanas en definitiva, nunca hice nada.
Durante todos mis años de calmado y cómodo trabajo solo me preocupé por dar la lección, porque los alumnos aprendieran lo que aquellos libros de texto nos marcaban y que nada tenía que ver con la vida, con la persona, con las emociones, con la sensibilidad o con el respeto.
Caí en la cuenta de que esa era la causa de todo: creamos autómatas programados para la competición, el individualismo, el poder. Personas que deben ser más que el otro, personas con un apetito feroz. Esto culmina en sentimientos de indiferencia, de insensibilidad y de miedo. Miedo a perder el estatus que tanto les ha costado. Personas que lleguen a mirar a un refugiado como una amenaza a su modo de vida. Personas que no entienden que está en sus manos cambiar este sufrimiento.
Yo contribuí a ello y ahora me arrepiento. Me arrepiento enormemente y pido perdón.
Todo fue un mal sueño
Ahora os puedo contar que afortunadamente todo lo que os he contado fue un mal sueño. Un sueño que tuve una noche después de leer un artículo donde se nos volvía a contar que habían aparecido otros tres niños muertos en las costas de Turquía.
Y digo afortunadamente porque este sueño me ha hecho reflexionar, replantearme mi modelo de enseñanza. Replantearme si transmito aquello que verdaderamente importa a mis alumnos.
Afortunadamente porque al despertar descubrí que estoy a tiempo, que yo podría haber sido el protagonista de la historia y no lo soy, que aún puedo cambiar las cosas. Que tengo la posición y el privilegio de hacer cambiar las cosas en un país de esos, que como en el sueño, vive en paz y con sus necesidades cubiertas.
Puedo formar personas que en un futuro sean capaces de solidarizarse con los refugiados, con los que sufren, con los niños que huyen. Está en mi mano transformar mi clase y trabajar el control de las emociones, la empatia, la asertividad, el diálogo, la resolución de conflictos, el autoconocimiento, el respeto, el acercamiento a otras culturas, la gestión del miedo, la felicidad, la cooperación...
Un mal sueño que me ha dado una segunda oportunidad para cambiar las cosas y ofrecer a mi hijo un mundo mejor.
Antonio A. Márquez Ordóñez
@AMarquezOrdonez